lunes, 3 de febrero de 2025

VERDE Y CON ASAS


Cuentan los mayores de Sayago, que el plástico llegó a los pueblos con aquellos cubos de vivos colores, tan ligeros, resistentes y fáciles de apilar, que eran todo ventajas frente a los pesados calderos de cobre y cántaros de barro, que se oxidaban o se rompían al menor roce con el suelo.

Los hábiles charlatanes de la modernidad, lanzaban al aire y pateaban el cubo de muestra, haciendo visible el portento; “intente hacer eso con su cántaro, a ver si aguanta el chancazo”.

Ante la evidente superioridad técnica del plástico, el negocio estaba hecho: cambiar pesados calderos y frágiles cántaros por el recipiente del futuro, era un tren que no se podía dejar pasar. Verde y con asas.

Anticuarios extranjeros se frotaban las manos, repasando los precios marcados en aquellos utensilios extraídos de la España Vacía, que terminaron decorando las mansiones de nuevos ricos americanos.

Con la perspectiva del tiempo, el engaño se hace evidente. Y sin embargo estamos volviendo a cometer el mismo error.

Hoy la modernidad son las energías renovables; el último tren al futuro que no se puede dejar pasar. Y claro que tiene sus ventajas, pero se hace necesario poner en una balanza lo que traen y lo que se llevan, según el lugar donde se instalen, las dimensiones de cada proyecto y la manera en que se gestionan y reparten tanto la producción, como los beneficios que generan.

El medio rural y natural, se está llenando de macroproyectos energéticos orientados al máximo beneficio económico, la captación de fondos europeos y el engorde de inversores internacionales, a los que poco importa el futuro de los pueblos y su principal problema, que es la despoblación. 

Ya sabemos que la energía crea riqueza y empleo, pero no donde se genera, sino en las zonas industriales donde se consume. En los pueblos, tras el espejismo de desarrollo durante la instalación, sólo quedan las migajas de un negocio que se lleva por delante otros sectores, basados en la riqueza del paisaje, la historia, la cultura y el saber hacer artesanal, como aquellos calderos y cántaros de antaño, desplazados por un cubo de plástico. Un negocio bueno para otros, en el que se volverá a perder. Verde y con asas. 


 

sábado, 1 de febrero de 2025

OTRA GUERRA ENTRE DOS MUNDOS

Vivimos tiempos extraños, en los que morir de tristeza parece menos escandaloso que ser víctima de una bala. Como si la lenta y sistemática eliminación de un pueblo perdiera en dramatismo, frente al impacto de un certero misil intercontinental. Una muerte menor.


La guerra convencional hace de la devastación un acto sobrecogedor, fácil de entender y espectacular; una noticia necesaria que se debe difundir. Pero las agonías prolongadas no caben en los informativos; aburren. Y el tiempo las llena de matices, permite observar diferentes perspectivas, incluso justificar alguna decisión con esa tendencia a mediar que tenemos los humanos. 


Existe un frente invisible, en el que uno de los bandos, el mundo rural, lleva décadas desangrándose lentamente. Día tras día muriendo de abandono, incomprensión y olvido; cargas a las que ahora se suma la ambición desmedida de los líderes de la especulación.


Cuando alguien se fija en el valor de los pueblos, es para colonizarlos, invadirlos y extraer los recursos que demanda el mundo urbano: alimentos, materias primas o energía, que generan riqueza y desarrollo, pero no donde se producen, sino donde se consumen a precios multiplicados en una cadena de distribución, en la que el primer eslabón siempre pierde. 


A las ciudades se les promete aire puro, calidad de vida y energía limpia, pero se les oculta la contaminación, los daños ambientales y los sacrificios que ese futuro ideal exige en otro lugar. Las ciudades quieren volverse verdes, manchando de gris el campo y de un negro cada vez más denso su futuro.


La última ofensiva lanzada desde la órbita urbana contra el medio rural es la transición renovable, llamada “ecológica” con cierta sorna, por quienes dicen proteger la naturaleza talando millones de árboles, que serán suplantados por miles de aerogeneradores. Empresas energéticas, generosamente financiadas por las arcas europeas, que creen salvar el planeta asolando kilómetros de suelo fértil, para cubrirlo con millones de placas fotovoltaicas. Fondos de inversión dispuestos a industrializar paisajes vírgenes, de los que vive el sector turístico, y a expulsar familias enteras de los pueblos, amparándose en un ficticio interés común para esgrimir su derecho a la expropiación forzosa.

 

Por lo visto, los beneficios económicos de empresas privadas tienen un interés público superior a la conservación ambiental, que es la que justifica la necesidad de la transición.


Ese plan irracional de transformar en fábricas de luz espacios naturales con el fin de conservarlos, se acaba aceptando en las metrópolis a fuerza de argumentos interesados, lanzados en medios de comunicación con campañas diseñadas sin conocimiento o sin escrúpulos, que venden como los nuevos paisajes idílicos horizontes plagados de aerogeneradores, con niños correteando bajo sus palas y orgullosos papás haciéndoles fotos. Greenwashing en estado puro.  


Pero la gente de pueblo no es tonta y sabe que, si esas instalaciones trajeran el dinero, empleo y futuro que prometen, se pegarían por ellas las capitales. Que si eso fuera bueno, no lo pondrían aquí. Y ya es el enésimo intento de engaño; uno más en el diario de esta guerra, que sigue regando de tristeza el mundo rural.


Por eso, y porque algunos se lo siguen creyendo, las discusiones en los bares se vuelven agotadoras o se extienden en el seno de familias que terminan por no hablarse. Y así, enfrentados, abandonados y envueltos en una tristeza permanente, están muriendo los pueblos.